viernes, 17 de abril de 2015

Los escasos amantes del fútbol de ayer

En el fútbol, como en la vida, el amor está en desuso o, cuanto menos, con una concepción lejana a la de antaño.

Fuente: masdeportes.es
Ya no hay margen para la bisoñez ni el compromiso eterno (pensemos, en el mundo del balón, que los contratos se firman para romperse/ampliarse con un aumento salarial considerable, más que para afianzarse; o que los divorcios, en el mundo rosa, en el último año casi han igualado en número a los nuevas nupcias matrimoniales); es por eso por lo que sólo queda un leve aleteo melancólico que nos redirige automática y musicalmente a un popular estribillo de décadas pasadas en el que Karina rezaba aquello de «cualquier tiempo pasado nos parece mejor…».

Y tanto que era mejor pues Dida, Cafú, Pancaro, Nesta, Maldini, Gattuso, Pirlo, Seedorf, Kaká, Tomasson y Shevchenko jamás volverán a juntarse para visitar Riazor en un envite de Champions contra los Molina, Manuel Pablo, Romero, Andrade, Naybet, Mauro Silva, Pandiani, Djalminha, Víctor Sánchez, Luque o Valerón. A lo que me vengo a referir es que esos ya no vuelven, y, a muchos, por un defecto personal nuestro, el tiempo nos duele; fundamentalmente a los que nos confesamos románticos de ese balompié donde cada conjunto tenía un jugador «santo y seña» y a su alrededor una pléyade de compañeros que desde las categorías inferiores portan la zamarra que su padre un día le colocó cuando él apenas se mantenía en pie por sí mismo. No es esto una crítica a Keisuke Honda, Jérémy Ménez, Mbaye Niang, Marco Van Ginkel o Pablo Armero, recientemente llegados a la disciplina rossoneri, sino a la falta de aceptación de la política generalizada de los clubes más punteros del panorama internacional.

Son pocos, muy pocos, insultantemente pocos, con cuentagotas, los casos como los del capitán de los reds, Steven Gerrard, del galés Ryan Giggs, Alessandro del Piero, el chico del Pinturicchio, o el eterno dorsal diez del conjunto capitalino-giallorossi, Francesco Totti. A todos ellos, si los viera en directo les aplaudiría -tanto o más que como lo hizo la antigua Catedral del fútbol español un 15 de marzo de 2012 cuando el ahora ayudante técnico de Louis van Gaal y hace dos cursos, entrenador interino, iba a ser sustituido- y si me los cruzara de frentes les diría:

«Gracias por las veces que me habéis levantado del sillón; cuando yo escucho el vocablo ‘leyenda’, pienso en vosotros».

A mí, y perdóneseme esta autocita –dejando a un lado el color del equipo por el que simpatizo, río, me enervo y lloro–, por un lado, me produce nostalgia cuando, tras haber visto a Rafa Paz, mucho antes, Martagón o Prieto, menos lejos en el tiempo, Navarro y Alfaro compartiendo eje de la zaga, Puerta anotando contra el Schalke 04 ese gol en semifinales de UEFA en el año del Centenario hispalense, un 27 de abril de 2006, y ahora veo una alineación de Unai Emery y sólo dos futbolistas, no ya sevillistas «de cuna», sino españoles, Vidal y Vitolo, arremolinados entre Kolodziejczak, Tremoulinas, Mbia, Carriço o Figueiras; y, por otro, me emociono cuando hace unos meses Lampard anota un gol fundamental en el partido liguero en el Etihad Stadium entre citizens y blues, y al final del mismo se dirige a la que siempre fue su hinchada y les pide perdón; ellos no sólo le reconocen el detalle, sino que lo ovacionan con una firmeza admirable. Ese, justo ese, es el fútbol que admiro porque, a fin de cuentas, esto (aunque no lo creamos con tantos devaneos financieros) es un de-por-te, una forma de mantenerte activo y darle funcionamiento al corazón, el órgano que, no lo olvidemos, nos hace amar.

Juanje Ayala

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