"La pelota y yo nunca pudimos entendernos, fue un caso de amor no correspondido. También era un desastre en otro sentido: cuando los rivales hacían una linda jugada yo iba y los felicitaba, lo cual es un pecado imperdonable para las reglas del fútbol moderno".
Eduardo Galeano
Eduardo Galeano era un fanático de la moral pero no lo era del fútbol, lo que quizá es una afirmación un tanto arriesgada para un tipo que amaba tanto el fútbol como el uruguayo.
Pero quizá por eso vivió exiliado en Barcelona del 73 al 85 mientras la dictadura campaba en su adorada Uruguay, y quizá por eso escribió a calzón quitado un libro como “Las venas abiertas de América Latina”; una reflexión que casi seguro hoy no hubiera suscrito, lo que seguramente dé mayor jerarquía y valor a esa cualidad que actualmente tanto escasea: la franqueza.
Pero para Galeano el fútbol era otro cantar. Al fútbol lo amaba como uno ama las cosas que verdaderamente ama, sin plantearse por qué las ama, sin responsabilidades ni facturas, sin deudas ni acreedores, porque sí.
Peter Esterházy, el gran escritor húngaro que algún día será Premio Nobel y cuyo hermano jugó con Hungría el Mundial de fútbol del 68, hablaba del forofismo de su madre remarcando irónicamente ese fanatismo que todos conocemos y ejercemos (todo hay que decirlo), construido sobre la ceguera, la parcialidad y la demagógica argumentación, pero eso sí cimentado en rigurosos argumentos técnicos…
Galeano no era de esos. Galeano no amaba el fútbol como trasunto de la vida, como ese vencer o morir de la madre de Esterházy. Quizá por esa condición de desterrado que te hace amar doblemente la patria, y la única patria común es la infancia, Galeano amaba el fútbol como belleza que nace de la alegría de jugar porque sí, como locura que hace que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el ovillo de lana… porque Galeano es deudor del niño que juega sin saber que juega, sin motivo, sin reloj y sin árbitro.
Galeano era hijo de ese milagro futbolístico que es Uruguay. Ese país de tres millones de habitantes más pequeño que Extremadura que ha ganado dos mundiales y ha dado a luz desde Schiaffino a Francescoli, hasta Forlán o Luis Suárez por citar los más recientes. Sólo que en vez de jugarlo, tal como confesaba: «Me fue muy mal porque siempre fui un .pata dura. terrible. La pelota y yo nunca pudimos entendernos, fue un caso de amor no correspondido». Optó por vivirlo y escribirlo. A Galeano le corría Uruguay por las venas, y el fútbol corre por las venas de Uruguay. El mismo Galeano afirmaba que: «Todos los uruguayos nacemos gritando gol y por eso hay tanto ruido en las maternidades, hay un estrépito tremendo».
No sé, mientras escribo estas líneas del tirón, creo de corazón que todos los que hemos escrito de fútbol, hurgando un poco más allá de su mecánica y de su mística, le debemos a Galeano algo. Ese algo es su Fútbol a sol y sombra, esa mezcla de anécdotas, vivencias, sentimientos ficciones y realidades que es la Literatura con mayúscula. Ese algo es que nos mostrara que si se escribe bien, el tema es lo de menos.
Creo firmemente que Galeano hoy estará jugando con toda esa pléyade de figuras estelares que tanto admiraba, no porque fueran estrellas sino porque se atrevieron a ser unos mocosos caras sucias que regateaban hasta al marcador.
Creo firmemente que estará sobre un verde infinito, sin público, sin árbitros, sin trofeos de por medio, sin negocio, sin taquilla, sin presiones, sin reloj, ya sólo para siempre uno más de esos niños que corretean a carcajada batiente detrás de un balón, que gracias a Dios, siempre corre más rápido.
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